
By Christian Nava
«una de las funciones del editor con buen ojo, aquel que, digamos, realiza su labor por verdadero placer, es encaminar al autor para que redescubra su propio trabajo y, por tanto, pueda replantearse los aspectos más profundos del mismo»












Editores que reescribieron la historia.
Octubre de 1924, un editor poco conocido de la legendaria casa Scribner´s se remueve en su asiento, ante el escritorio, mientras relee el título del manuscrito que sostiene entre sus manos. Trimalción (o «Trimalchio», para ser más precisos) reza, en una letra que, años más tarde, nos hará pensar en la anticuada tipografía Courier New de las computadoras u ordenadores. El título no le dice nada, pero conoce perfectamente la reputación del autor que, tras numerosos rechazos, consiguió que A este lado del paraíso fuera publicada y que obtuviera, entre el público lector, un revuelo y aceptación más que notables.
El nombre del editor es Maxwell Perkins, y se toma el tiempo necesario para, mentalmente, desmontar los componentes narrativos que integran el texto y estudiar a los personajes que son partícipes de la historia. Hace todo lo posible por comprenderlos de verdad: sus vicios, antecedentes y motivaciones. Puede ver la gema incrustada en el corazón de la roca. El manuscrito queda cubierto de acotaciones que fungen como un mapa que redirecciona el camino. Guía que Perkins y Fitzgerald usan de manera agobiante. Fitzgerald trabaja todos los días en el manuscrito hasta tarde, tomando cortos descansos de cuándo en cuándo. La luz de la oficina parece atenuarse y emborronarse ante el inexorable avance del reloj. La papelera se llena con páginas mecanografiadas que, horas antes, después de ser releídas en numerosas ocasiones, sucumbieron ante frenéticos arrebatos de ira y fueron desgarradas o convertidas en pequeñas esferas por su dueño. Pronto hay que vaciar el contenido del trasto.
Maxwell Perkins se toma el tiempo necesario para, mentalmente, desmontar los componentes narrativos que integran el texto y estudiar a los personajes que son partícipes de la historia. Hace todo lo posible por comprenderlos de verdad: sus vicios, antecedentes y motivaciones
Fitzgerald reescribe capítulos enteros, atendiendo los consejos de Perkins. Cambia lo superficial y ambiguo hasta conseguir que cada palabra pese de verdad en la historia. Perkins cree firmemente que hay una conexión entre Fitzgerald y su literatura, y no pretende renunciar hasta que el escritor le entregue un diamante. Y, una tarde, ante la mirada expectante de Perkins, uno de los personajes más emblemáticos de la literatura se solidifica en la mente de Fitzgerald. Pierde esa máscara de torpeza que lo llena de un aire dolorosamente predecible. Finalmente, una opresiva e incansable labor de ambos consigue cerrar la zanja del vacío narrativo.
Y, de ese modo, en abril de 1925, Trimalción se convierte en El Gran Gatsby. De inmediato, Jay Gatsby, mártir, héroe, demonio y contrabandista, se roba el corazón de los lectores.
Fitzgerald reescribe capítulos enteros, atendiendo los consejos de Perkins. Cambia lo superficial y ambiguo hasta conseguir que cada palabra pese de verdad en la historia.
Perkins trabaja de la mano con autores como Hemingway, Edith Wharton o Thomas Wolfe. Este último, poseedor de una memoria casi prodigiosa que le permite retratar, por medio de las palabras, escenarios con sumo detalle, no elude la influencia de Perkins, quien se inclina por los párrafos cortos y libres de florituras, mientras que, en la dirección opuesta, Wolfe prefiere enfocar las minucias de la cotidianidad con una lente de aumento. Y, para asombro de los escépticos, entre este tira y afloja surge una obra portentosa: Del tiempo y el río. Obra cumbre de Wolfe, misma que lo equipara con otros maestros de la época, como William Faulkner, Sherwood Anderson o Erskine Caldwell. Libro que, quizás, en el futuro, será el faro que iluminará la senda de escritores como Thomas Pynchon o David Foster Wallace.
Si nos movemos a otro peldaño de la lista, encontraremos a William Maxwell, oriundo de Illinois. Aunque es un editor menos popular que Perkins, Maxwell se codeó con John Cheever, el hoy en día poco conocido autor de Falconer, o de Eudora Welty y su incomparable La hija del optimista. Se sabe que las páginas de Franny y Zooey y que algunos de los desvaríos escolares de Holden Cauldfield recibieron una buena dosis de pulida argumental que permitió a Salinger obtener mayor notoriedad entre los críticos. Todo esto nos hace pensar que, incluso, el propio Harry «Conejo» Angstrom de Updike nunca hubiese podido escapar de su familia y terminar en las páginas impresas sin la ayuda de este editor. Curiosamente, el siempre ensimismado Vladimir Nabokov, la mente creadora de tres cursos de literatura que hasta hoy en día sientan cátedra entre los entendidos, requirió que Maxwell le echara una ojeada a El hechicero, Pálido fuego y a la inolvidable Mashenka.
Aunado a lo anterior, como si fuera poca cosa, Maxwell complementó su trabajo al escribir libros que, años más tarde, fueron elogiados por Alice Munro, autora canadiense, ganadora del Premio Nobel de Literatura.
Gordon Lish. Famoso por sus arranques de ira y su indebatible cero tolerancia hacia la mala prosa. Sus clases de escritura creativa fueron calificadas como infernales por sus propios alumnos.
En el otro lado de la balanza, encontramos a uno de los editores más respetados y temidos de la historia: Gordon Lish. Famoso por sus arranques de ira y su indebatible cero tolerancia hacia la mala prosa. Sus clases de escritura creativa fueron calificadas como infernales por sus propios alumnos. Con todo y eso, dio a luz a una generación de grandes escritores: Don DeLillo, T.C.Boyle, Richard Ford, Cynthia Ozick, Harold Brodkey, David Leavitt, Amy Hempel y, por supuesto, Raymond Carver. Es bastante conocido que Carver y Lish mantuvieron una relación laboral sumamente tensa, debido a que este último recortaba hasta el 50% de los textos de Carver y reescribía los finales. Cualquiera puede percatarse de esta realidad si compara Principiantes con De que hablo cuando hablo de amor, publicados, en español, por la editorial Anagrama. Resulta que uno de estos libros es, al menos, tres veces más delgado que el otro y no hay más que echar una ojeada para percatarnos que incluyen las mismas historias. El caso es que uno de estos libros contiene el manuscrito original y el otro pasó por la podadora editorial de Lish. Cada uno tiene su opinión sobre estas caras de la moneda. Fuera como fuese, aunque existe una gran cantidad de detractores del trabajo editorial de Lish, debemos darle cierto crédito, ya que influyó en autores como Haruki Murakami, un claro entusiasta por la literatura carveriana.
En última instancia, resulta pertinente mencionar a James Agee. Aunque su trabajo editorial no fue tan significativo, es el autor de uno de los libros más influyentes entre algunos de los grandes literatos de la actualidad: Una muerte en la familia. El lector experimentado, aquel que ha disfrutado libros que más bien lucían como abismos o cañadas infranqueables, podrá percatarse de la complejidad de esta novela, caracterizada por una respuesta emocional de lo más variopinta e intensa por parte de los personajes. Respuesta que, de cierto modo, nos trae a la mente novelas como Amor perdurable, de Ian McEwan.
Con todo lo anterior podemos afirmar que resulta indispensable que el escritor y el editor establezcan una especie de relación simbiótica. En gran medida, parece que la receta ganadora requiere que este último posea el aplomo, el conocimiento y la disposición necesarios para reconocer lo que bien podría tratarse de una gema literaria en potencia. La pereza no debería representar un obstáculo que limite la creación literaria o que pretenda forzar el avance de una obra hacia una dirección inflexiblemente específica. Probablemente, una de las funciones del editor con buen ojo, aquel que, digamos, realiza su labor por verdadero placer, es encaminar al autor para que redescubra su propio trabajo y, por tanto, pueda replantearse los aspectos más profundos del mismo.
Christian Nava, verano de 2020.
La pereza no debería representar un obstáculo que limite la creación literaria o que pretenda forzar el avance de una obra hacia una dirección inflexiblemente específica.